jueves, 16 de noviembre de 2017

El peso de las canas



Josefa camina por la vida sintiendo el peso de sus canas. De nada sirve que mantenga una rutina activa o se sienta útil al compartir sus saberes con los más nuevos, pues a cada momento pequeños detalles le atestiguan sus años pasados.

Ella no sabe qué le molesta más. Pueden ser los pasajeros de una guagua que sufren de sueño inminente en un asiento, a la vista de su bastón; o tal vez aquellos que sin contemplaciones se le “cuelan” en las colas por no esperar su paso cansado. Incluso están esas sonrisas mal disimuladas cuando se enfrenta a las novedades tecnológicas del siglo.

Tal vez sean aquellas conversaciones, en sus tiempos solo de alcoba y que hoy se dicen a viva voz por la calle o por teléfono, mientras los demás, y Josefa, escuchan cada detalle que no debe ser escuchado.

Incluso, puede tratarse de sus hijos y nietos, las luces de sus ojos, pero el dolor de su corazón, cuando sin contar con ella, ponen su vida patas arriba y asumen que, por la edad, su único papel es cuidar de los niños y hacer los mandados, una niñera sin voz ni voto, ni siquiera en su propia casa.

Cuando la sociedad cubana y particularmente la matancera avanza hacia el envejecimiento poblacional, cada vez resultan más frecuentes estas muestras que ya muchos consideran normales y que atentan contra una vejez saludable y plenamente satisfactoria.

La vida agitada de las urbes no parece esperar a los más ancianos cuando en realidad son sus habitantes quienes no lo hacen, ignorando el daño que este maltrato ocasiona. Y sí se trata de maltrato, pues con cada gesto de indiferencia o menosprecio, incluso los inconscientes, el peso de las canas se hace más fuerte en aquellos que una vez también recorrieron las calles con paso presuroso y hoy, aunque descansan, no terminan su papel como miembros de la sociedad.

Solo hay que pensar en las maestras y profesores que siguen dando clases no solo a los alumnos, sino también a jóvenes magisterios y padres inexpertos, o en esos doctores de voz suave y algún que otro resabio, capaces de diagnosticar con una mirada los males de un paciente.

En ellos el cabello blanco resulta solo el resultado natural de la acumulación de experiencia, esa que no se gasta por compartirla, sino que aumenta y se diversifica. Entonces, si las canas no representan el final de un camino, o algún acto de magia donde la persona pasa a ser invisible e inservible, ¿por qué tratarlos como tal?

El respeto a las canas debería primar en cada interacción con sus poseedores, no como un favor, sino una obligación surgida de lo mucho que les debemos, lo mucho que podemos llegar a necesitar de su sabiduría y del más elemental de los respetos.

Además, los dormilones de las guaguas y los apresurados de las colas deberían pararse a pensar en el futuro en el cual se están enterrando con sus acciones, pues a menos que alguien siga los pasos de Ponce de León y descubra la Fuente de la Juventud, ese será su destino y no podrán quejarse cuando alguien los trate igual que ellos a Josefa o incluso peor.

Hoy existen muchas campañas para que los integrantes mayores de la sociedad vivan una vida más activa e inclusiva, pero el resto debe incluirse como un todo, y no huir de las canas como una enfermedad contagiosa.

No basta para nadie, y menos para los poseedores de la sabiduría de los años, solo ser útil. Todos tenemos la necesidad de ser reconocidos como tal y que nuestra voz no pase desapercibida o sea motivo de bromas.

Para que los de plateados cabellos no sean una carga insoportable o motivo de sufrimiento, la sociedad debe revisarse y mirar sus acciones mientras recuerda cada beso, consejo o pedacito de cariño dado por las manos arrugadas, mientras se pregunta: ¿Es justo tratar así a quien tanto a dado sin esperar nada a cambio?, ¿Me gustaría que me trataran así en mi vejez?

Solo cuando ambas respuestas sean afirmativas podremos decir que estamos haciendo un buen trabajo para que el peso de las canas sea compartido entre amigos, vecinos o simples desconocidos que reconocen el tesoro que encierran los blancos cabellos y las manos arrugadas.

Tal vez entonces Josefa recorra las calles con una sonrisa, sintiendo la juventud de su vejez.

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